El sonido no fue el rugido de un jaguar cazando. Fue algo mucho peor: el sonido del acero frío rasgando la noche calurosa.

Amanda Rose despertó sobresaltada en el calor sofocante de la Selva Lacandona, en Chiapas, México. El aire estaba espeso, saturado de olor a tierra húmeda y el zumbido de insectos, pero todo se cortó de golpe con un RRRAS. La hoja afilada de un machete abrió el mosquitero de su tienda de campaña, dejando entrar la luz de la luna y el aliento de la muerte.

No tuvo tiempo de gritar.

Una mano callosa, apestando a tabaco negro y sudor rancio, le tapó la boca, aplastándola contra el tapete artesanal del suelo. El peso del hombre la inmovilizó.

Bajo la pálida luz lunar, sus ojos se abrieron con terror absoluto. No era un ladrón cualquiera. Era Mateo. El guardaparques local. El hombre de sonrisa amable que esa misma tarde le había advertido sobre las serpientes nauyaca y le había deseado buenas noches.

—Cállate —siseó él en español, su voz ronca como grava triturada. El sudor de su frente goteaba sobre la cara de ella—. Si gritas, los monos aulladores serán los únicos que escuchen cómo se rompen tus huesos.

Las lágrimas de Amanda brotaron, mezclándose con el sudor. El protector de aquel bosque sagrado era ahora su verdugo.

La cuerda se tensó. La oscuridad se la tragó. Y Amanda Rose desapareció del mapa.

PARTE I: LA PRISIÓN EN LA SELVA
La arrastró a través del “infierno verde”. Las ramas espinosas le rasgaban la piel, y los aullidos de los monos saraguatos resonaban como demonios reclamando un alma. Mateo se movía por la selva de Chiapas como un espectro, evitando los senderos turísticos, adentrándose en la zona núcleo prohibida donde solo existen ruinas mayas devoradas por la vegetación y contrabandistas.

El destino era una choza de madera podrida, oculta tras muros de piedra cubiertos de musgo, donde las enredaderas estrangulaban cualquier entrada.

—Bienvenida a casa —dijo Mateo, arrojándola al suelo de tierra batida.

Encendió una lámpara de aceite. La luz amarillenta reveló la pesadilla: paredes ahumadas, un altar a la Virgen de Guadalupe junto a machetes brillantes, y una cadena oxidada anclada a un poste central.

Le encadenó el tobillo. El sonido del metal chocando resonó frío en medio del calor tropical.

—¿Por qué? —sollozó Amanda, con la voz rota.

Mateo se sentó en un banco, limpiando su machete meticulosamente. La miró con ojos negros, profundos y vacíos. —¿Creíste que venías aquí solo a ver el paisaje? La selva necesita sangre para vivir, Amanda. Y yo… yo necesito una esposa que obedezca.

Los primeros días fueron una tortura psicológica absoluta. Amanda gritó hasta quedarse afónica, suplicó en inglés y en su español básico. Pero la única respuesta fue el ruido torrencial de la lluvia golpeando el techo de lámina y el silencio aterrador de Mateo.

—Nadie te encontrará —le dijo una noche, lanzándole una tortilla dura—. ¿La policía? ¿Los Federales? No se atreven a entrar tan profundo. Pensarán que te perdiste, que te mordió una víbora o que te llevó algún cártel. Ya eres parte de la selva.

Tenía razón. Afuera, su familia se desesperaba. La embajada presionaba, los helicópteros peinaban las copas de los árboles, pero la choza estaba enterrada bajo el dosel denso, invisible para la tecnología moderna.

PARTE II: EL TIEMPO CONGELADO
Llegó la temporada de lluvias. El tiempo en la selva no se medía en horas, sino en fiebres y picaduras. El calor abrasador del día daba paso al frío húmedo de la noche.

La cadena de dos metros era el universo de Amanda. El metal le rozaba el tobillo hasta dejarlo en carne viva, infectándose constantemente por la humedad. Mateo, con un cuidado retorcido y enfermizo, le aplicaba ungüentos de hierbas. —No te mueras —susurraba, acariciando su cabello sucio—. Eres mía.

No era solo un secuestrador; era un hombre consumido por una soledad demencial. Su esposa se había ido con un maderero ilegal hacía diez años. Odiaba a las mujeres, odiaba el mundo exterior. La obligaba a cocinar, a escuchar sus historias sobre los antiguos dioses mayas y a soportar las noches de horror cuando reclamaba sus “derechos de esposo”.

Amanda aprendió a apagar sus emociones. Cuando él la tocaba, ella imaginaba que era una estatua de piedra maya, fría e inerte. Aprendió a observarlo. Vio cómo bebía tequila barato cada noche para callar los ruidos de la selva. Vio cómo temblaba cuando le daba la malaria.

Espera, se decía a sí misma. Solo sobrevive.

Pasaron tres años. Su piel se curtió por el sol y la tierra. Aprendió a matar alacranes con la mano. Se volvió más salvaje, más silenciosa.

PARTE III: LA FIEBRE DEL DESTINO
La oportunidad no llegó gracias a las armas, sino gracias a un mosquito. El dengue golpeó la región.

Una mañana, Mateo no se levantó para patrullar. Se quedó gimiendo en su hamaca, empapado en sudor. Tenía la cara roja y los ojos vidriosos. —Agua… —gimió.

Amanda lo miró. El carcelero todopoderoso ahora temblaba como una hoja seca. Le dio agua, pero en su mente, los engranajes giraban rápido. Estaba débil. Muy débil.

Al tercer día, Mateo empezó a delirar. Gritaba sobre demonios en la espesura. —Medicinas… puesto de vigilancia… —balbuceó, señalando la puerta—. Necesito pastillas…

—¿Dónde está la llave, Mateo? —preguntó Amanda. Su voz era hielo, sin rastro de miedo.

Él señaló su cinturón. Amanda tomó el llavero. Sus manos temblaban al meter la llave en el candado de su pie. Clic. La cadena cayó.

La ligereza en su tobillo casi la hizo caer. Libertad. Miró el machete sobre la mesa. Podría terminar todo ahora mismo. Pero él había dicho “puesto de vigilancia”. Allí habría una radio. Si lo mataba y corría sola a la selva, moriría perdida o devorada. Lo necesitaba para guiarse, o al menos, para saber dónde estaba la radio.

—Levántate —ordenó ella, levantándolo del brazo.

PARTE IV: LA LLAMADA DE AUXILIO
Caminaron tambaleándose bajo el sol inclemente de México. Amanda cargaba a su enemigo, con el sudor corriendo por su espalda, atravesando senderos casi invisibles. Tras veinte minutos de caminata agónica, apareció el puesto. Una pequeña estructura de concreto con una antena.

Mateo se desplomó en el suelo nada más entrar. Amanda se abalanzó sobre el escritorio. La radio. Vieja, polvorienta, pero con la luz de encendido brillando.

Tomó el micrófono, temblando. —Mayday, Mayday. ¿Alguien me escucha?

Estática. Y luego, una voz masculina rápida y cortante en español: —Aquí Patrulla Fronteriza unidad 4. ¿Quién usa este canal?

Amanda rompió a llorar, mezclando inglés y español atropelladamente: —¡Soy Amanda Rose! ¡La turista americana desaparecida hace 5 años! ¡Estoy en el puesto de guardaparques de Yaxchilán! ¡Mateo… él me secuestró! ¡Ayúdenme!

Hubo un silencio atónito al otro lado. —¿Dijo Amanda Rose? ¡Mantenga su posición! ¡Tenemos la señal!

Un ruido a sus espaldas le heló la sangre. Mateo estaba de pie. Se apoyaba en el marco de la puerta, aferrando el machete. La ira había quemado la fiebre. La miraba como una bestia herida lista para dar el zarpazo final.

—Me traicionaste… —gruñó.

Se lanzó hacia ella. Amanda no corrió. Agarró un extintor rojo colgado en la pared. Cuando la hoja del machete bajó, ella blandió el cilindro de metal con todas sus fuerzas. ¡PUM!

El impacto lanzó a Mateo hacia atrás, con sangre brotando de su cabeza. Cayó al suelo, inconsciente pero respirando ruidosamente. Amanda retrocedió, jadeando. Corrió afuera y cerró la puerta por fuera, encerrando al monstruo.

Quince minutos después, llegó el sonido del cielo. El ruido de las aspas cortó el aire azul. Dos helicópteros de la Policía Federal descendieron sobre el claro. Hombres armados saltaron, apuntando sus rifles.

Al ver los uniformes azules, Amanda colapsó en la hierba, gritando y llorando. No de dolor, sino porque la pesadilla había terminado.

PARTE V: LAS CICATRICES DE LA SELVA
Amanda fue repatriada a Estados Unidos dos días después. La imagen de ella en silla de ruedas, demacrada, con la piel marcada por cicatrices de insectos y cadenas, conmocionó a dos naciones.

Mateo fue arrestado y condenado a 60 años en una prisión de máxima seguridad en la Ciudad de México. Morirá entre cuatro muros de concreto, sin volver a ver jamás el verde de su selva.

Años después. Amanda está sentada en una cafetería en Nueva York. Llueve afuera. Se sobresalta al escuchar un trueno. Su mano baja inconscientemente a frotar su tobillo, donde una cicatriz blanca forma un anillo eterno.

Nunca volvió a la selva. Nunca volvió a acampar. Pero vive. Escribe libros, da conferencias para advertir a mujeres que viajan solas.

Mira por la ventana, observando a la gente correr. La selva le robó 5 años de vida, le robó la inocencia, le robó la confianza en la humanidad. Pero no pudo robarle el alma. Da un sorbo a su café caliente. El sabor amargo se disuelve en su lengua, real y vívido. Ella ganó.